01 diciembre 2011

Pero el paracetamol no servía para los males que vinieron después

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Hace diez años, M. llegó a España desde Ecuador. Al poco tiempo, conoció a S., un joven colombiano, y empezaron su noviazgo. «Yo tenía un problema y no podía tener hijos, así que, en enero de 2011, decidimos hacerme una fecundación artificial». M. se quedó embarazada al primer intento y el médico le mandó reposo, porque había complicaciones y el bebé corría peligro. «Cuando dije en el trabajo que estaba embarazada, nadie se alegró, y al decir que cogía la baja, una compañera me dijo que ella había manchado durante su embarazo y no había dejado de trabajar. En todo el embarazo, nadie me dio la enhorabuena. La gente me decía: ¿Lo has pensado bien?» 

Lo peor estaba por llegar: «Al tercer día, empecé a vomitar muchísimo, no como cualquier embarazada. Todo me hacía vomitar: la luz, la pasta de dientes, el tic-tac del reloj, los portazos... Después, supe que eso es un síndrome muy raro (hiperémesis gravidarum) que tiene tratamiento, pero nadie me lo detectó. La médico me trató con muchísima dureza, como si no me creyera, y decía que era lo normal, aunque perdí 8 kilos en dos meses». Ante esta situación, recibió el peor consejo: «Mi madre me dijo que si estaba así era porque el bebé venía mal, y que lo mejor era sacarme eso de ahí». Una nota importante: «Por cosas que pasaron en mi infancia», la relación entre M. y su madre era de sumisión, casi de miedo, y de total falta de afecto. 

«Cuando estaba de casi 20 semanas, me hospitalizaron porque estaba deshidratada y no paraba de vomitar. Mi madre me dijo: Queda poco para que puedas sacarte "eso"; vamos a decir a los médicos que estás bien para que te den el alta y podamos ir a la clínica. Yo estaba como ida y miraba por mí de forma egoísta, porque me sentía realmente mal. Mentimos, y al día siguiente me llevó a abortar». Su novio, S., se limitó a dar el dinero, y ni apoyó ni censuró la decisión. Al entrar en el abortorio, «me dieron unos papeles y me dijeron que tenía que volver a las 48 horas, para pensarlo. Pero mi mamá insistió: No, no. Tiene que ser ahora

Así que falsificaron el informe, pusieron que yo había entrado  sangrando y me pasaron adentro. Todo fue más frío que cuando me saqué la muela del juicio. Cuando estaba a punto de entrar en el quirófano, fue de las pocas veces en que me dirigí al bebé y le dije: Lo siento, pero no puedo más. Ya en la camilla, quise irme, pero un enfermero empezó a distraerme y a decirme que me calmara. Me dieron una pastilla y me dormí». Dos horas después, M. salió del abortorio con su madre y sin su hijo. «Sólo me dijeron que, si me encontraba mal, tomara paracetamol, y que si sangraba, el seguro me cubría los 15 primeros días». 

Pero el paracetamol no servía para los males que vinieron después: «Al salir estaba atontada, pero después empecé a sentirme muy mal. Me molestaba ver anuncios de bebés, ver a madres con carritos..., ¡y los veía por todos lados! Sentía que todos me miraban y me juzgaban. S. llegó a casa y le noté muy frío, muy raro. Pensé que quizá se habría enfadado conmigo por abortar, y ahí me pregunté por primera vez: ¿Qué he hecho con mi bebé?» M. empezó a sumirse en una depresión: «En el fondo, sabía que había matado a mi hijo, y me sentía lo peor del mundo, indigna de que nadie me quisiera; me odiaba por haberlo hecho. No me perdonaba ni a mí misma, ni a mi madre, ni a los médicos... Tenía pesadillas, no podía dormir y no podía dejar de llorar. Fui a la médico y me recetó unos fármacos que me mantenían dormida, pero al despertar, el problema seguía ahí». Al mismo tiempo, la relación con S. empeoraba cada vez más: «Él se sentía mal por haberme dado el dinero, y yo, en parte, le culpaba a él, y a la vez me sentía culpada por él. Cuando él se me acercaba para acariciarme, yo no quería ni podía darle un beso o un abrazo, y me sentía como sucia por haber abortado». 

Entonces, algo brilló en su interior: «Pensé: Tengo que confesarme, porque lo que he hecho sólo puede perdonarlo Dios, aunque llevaba casi 10 años sin ir a la iglesia». A los pocos días, M. y S. fueron a su parroquia y ella se metió en el confesionario, donde la esperaba don Matteo, un sacerdote que «me escuchó con muchísimo cariño, me abrazó con misericordia, y me calmó mientras lloraba. Empezó a hablarme del arrepentimiento, de la gracia, del perdón, del amor de Dios... Y a decirme, de verdad y sin frases hechas, que mi hija (yo siempre creí que era una niña) estaba en el cielo, con Dios». Desde ese momento, don Matteo empezó a acompañar a M. y a S. en un proceso de sanación interior, que ayudó mucho a la pareja: «Venía a casa para ayudarnos a S. y a mí, y me puso en contacto con el Proyecto Raquel, donde me han ayudado muchísimo a superar el síndrome post-aborto, a través de ayuda psicológica y también a través del perdón y del amor de Dios, porque abortar te deja muchísimas heridas, muchísimo rencor, y salen cosas de antes de estar embarazada. 

Yo antes pensaba que el aborto era un derecho de la mujer, que podíamos decidir. Pero ahora sé que abortar no es dejar de tener un hijo, sino colaborar para perderlo; sé que eso te hunde, y que, aunque mires para otro lado, sólo la gracia del perdón de Dios puede curarte de verdad». 

Para contactar con el Proyecto Raquel: 663.636.719, España y en la webwww.proyecto-raquel.com.