Monseñor Javier Martínez, arzobispo de Granada, explica en esta homilía a sus fieles en qué consiste el "derecho" al aborto.
Queridos sacerdotes, niños de la escuela de cantores, hermanos y amigos: Viendo cómo marcha del mundo, cada vez es menos difícil percibir hasta qué punto la celebración de la Navidad es incorrecta, porque la Navidad sacude los cimientos de este mundo para salvarlos, para recuperarlos iluminados y purificados por la gracia y la misericordia de Cristo.
Pero hoy la Navidad estorba, Cristo estorba, la cruz estorba, los cristianos y la Iglesia estorban a los que tienen la pretensión del poder absoluto. Es algo muy comprensible: la pasión del poder siempre ha sido muy fuerte en los hombres. Tan fuerte, tan poderosa y tan permanente en la historia como la lujuria, la envidia o el egoísmo, como cada uno de los siete pecados capitales. Estos pecados acompañan toda la historia humana, y es evidente que los seres humanos no somos capaces por nosotros mismos de liberarnos de ellos. Sólo Cristo tiene el poder de liberarnos de los pecados capitales.
En el mundo actual se hace cada vez más visible la gran verdad que recordaba Juan Pablo II y que de otras mil maneras no deja de repetir Benedicto XVI: es posible construir un mundo al margen de Dios, al margen de Jesucristo -estamos asistiendo a su construcción-, pero se trata de la Torre de Babel. Este mundo morirá aplastado por sí mismo, por su propia pretensión de absoluto, y su caída será el signo, la señal de que un mundo contra Dios es un mundo contra el hombre. ¡Dios no es nuestro enemigo! ¡No es nuestro adversario! Es la única tierra firme sobre la que una vida humana -verdaderamente humana- sobre la que un amor humano -verdaderamente humano- sobre la que una sociedad humana, un trabajo humano, una economía y una política humanas pueden ser construidas.
¡Cuántos pecados hay en la historia cristiana que podemos reconocer visibles! ¡Tangibles! ¡Cuántos crímenes y asesinatos! Nos lo echan en cara constantemente como si nos avergonzaran. ¡No los ocultamos! Lo que sorprende no es el pecado ni el escándalo. Lo que sorprende no es que el mundo sea mundo. Lo que sorprende es la santidad, y la Iglesia siempre ha estado llena –y lo sigue estando ahora- de santidad. Lo que provoca sorpresa, estupor, asombro, y al mismo tiempo deseos de participar de su luz y de su gracia, es la santidad. ¿Pero qué es lo que produce un mundo sin Dios? Lo que produce nuestro mundo: desesperanza, tristeza, y una desvalorización cada vez más radical.
Pocas imágenes en la historia más tristes que la que han ofrecido nuestros parlamentarios aplaudiendo lo que por fin se ha convertido en un derecho: matar a niños en el seno de la madre. ¿Y a eso le llaman progreso? Se promulga una ley que pone a miles de profesionales (médicos, enfermeras,…) -sobre todo a ellos- en situaciones muy similares a las que tuvieron que afrontar los médicos o los soldados bajo el régimen de Hitler o de Stalin, o en cualquiera de las dictaduras que existieron en el s.XX y que realmente establecieron la legalidad de otros crímenes, menos repugnantes que el del aborto. Porque es de cobardes matar al débil.
Hubo en la Edad Media -en esa preciosa Edad Media que nadie se atreve a recordar porque tampoco es políticamente correcto- una orden militar cristiana donde los caballeros hacían el juramento de no combatir nunca con menos de dos enemigos a la vez, porque para un caballero cristiano era indigno combatir de igual a igual con quien no era cristiano. El mundo puede llamarlo estupidez. Yo le llamo valor. Pero matar a un niño indefenso, ¡y que lo haga su propia madre! Eso le da a los varones la licencia absoluta, sin límites, de abusar del cuerpo de la mujer, porque la tragedia se la traga ella, y se la traga como si fuera un derecho: el derecho a vivir toda la vida apesadumbrada por un crimen que siempre deja huellas en la conciencia y para el que ni los médicos ni los psiquiatras ni todas las técnicas conocen el remedio.
Sólo existe una medicina para este crimen: el perdón, medicina que sólo conocemos los cristianos. Un médico que haya practicado cientos de abortos y que algún día caiga arrodillado, asombrado de su propia mezquindad humana, es abrazado por el Señor. Una adolescente engañada por el chico que abusó de ella o por sus padres, o por la imagen que tiene de sí misma, siempre tendrá en la Iglesia una casa, una familia y una madre. Ayer mismo me referían el precioso testimonio de un niño deforme que había nacido sin un brazo y una pierna. Hoy casi es un adulto. Me contaban la alegría con la que vive su situación, cómo se baña en la playa junto a sus amigos con su brazo y su pierna ortopédica, y me decían que esa risa no existiría hoy en la creación si una madre hubiera decidido que no era estéticamente correcto tener un niño así.
Queridos hermanos, el mundo está en tinieblas, y un mundo así está abocado a la violencia y al pecado, al abuso de los hombres con los hombres. Esta licencia para matar no es más que un primer paso de la pérdida de libertad en nuestra sociedad, el primer paso –gravísimo- que anuncia que estamos ya en una nueva y terrible dictadura -¡terrible!- y que la libertad es una palabra vacía, porque el Estado tiene el poder de decidir para qué sí o para qué no somos libres, de decidir quién tiene derecho a vivir y quién no, qué es lo que tiene que haber en nuestra conciencia, cómo llamar a las cosas, o cómo deben ser nuestras relaciones humanas, incluso las más íntimas, qué es o no un matrimonio. No es una dictadura, no, es el tipo de autoritarismo tiránico de las sociedades primitivas. Y nosotros lo permitimos con una pasmosa tranquilidad, lo consentimos sin alterarnos porque el show tiene que continuar, porque tienen que seguir el consumo y la fiesta.
Hoy toca fiesta, no se sabe porqué. Porque si se celebrara o se tuviera realmente conciencia de lo que significa que Cristo ha nacido, sería imposible no vivir estas fiestas con un corazón grande y sencillo que no necesita gastar casi nada, que sólo necesita la amistad y los afectos de unos por otros, regalos que no tienen precio y tan sencillos como que estéis cerca o que alguien juegue más con sus hijos. Que cristo haya nacido significa que toda vida es sagrada, no sólo desde su concepción, sino desde toda la eternidad. Hemos sido amados y queridos por Dios, antes incluso de que hubieran nacido nuestros padres.
El ser humano no está por encima de Dios. Puede destruir su obra, como podemos destruir este mundo o millones de vidas con una bomba atómica, pero la herida que deja en nosotros, en nuestros hermanos y en la tierra, el retroceso que significa para la humanidad en tanto que humanidad, en tanto que seres capaces de usar la razón, la libertad y el amor que nos definen frente a las demás especies animales, es enorme.
Es la humanidad la que retrocede con este genocidio silencioso al que se nos invita y que ahora se promueve, genocidio que se impone a ciertos profesionales como si fuera una obligación –repito: el mismo tipo de obligación que las que tenían los oficiales en los campos de concentración de Auschwitz o Dachau, en los que no podían rebelarse porque eran órdenes superiores-.
Nosotros no tenemos que luchar contra nadie, tan sólo celebrar bien la Navidad, la eucaristía. Sólo tenemos que ser lo que somos, expresar que porque Cristo ha nacido toda persona -hasta el anciano con demencia senil más humilde y pobre, hasta el muchacho deforme- es la imagen viva del Dios que es amor, del Dios que se ha entregado por nosotros para rescatarnos del pecado y la desesperanza. El tono de mis palabras puede haceros pensar que estoy haciendo campaña. Ni mucho menos. Se trata de libertad, libertad que no la dan las leyes, sino que nace de Dios, y que nadie nos puede arrebatar. Libertad para vivir y amar al mundo, a las personas, y amar no con un amor místico, ¡sino con el amor humano en el que se ha encarnado el Hijo de Dios! Cada uno en su vocación y en su puesto puede querer apasionadamente a las personas que el Señor le pone delante: jefe, compañeros de trabajo llenos de envidia, gente insoportable, o ese familiar que siempre te echa en cuenta cosas que se imagina.
Os doy dos consejos muy sencillos para vivir la Navidad. El primero es que nos paremos un momento a adorar al niño Jesús en el Belén que hay en vuestras casas. El significado del Belén es que vuestra vida, la de vuestros hijos, la de cada persona con la que nos cruzamos por la calles es preciosa, que cada vida vale más que todos los retratos del Museo del Prado, porque es una imagen viva y hablante de Dios. ¡Eso es la belleza! Pararos un momento y explicadle a los niños que vivimos de una forma distinta al mundo porque sabemos esto, no simplemente porque lo creemos, sino porque tenemos la experiencia que nos ha entregado la Iglesia, la experiencia de que a la luz del Belén, como a la luz de la mañana de Pascua, es posible, en medio de un mundo de pecado, vivir entre nosotros una humanidad bellísima, incomparable, donde se ve a Dios en cada rostro humano de cualquier lengua y clase social. ¡Pararos un momento para daros cuenta! No significa eliminar las celebraciones normales con turrón y champán. Precisamente es esto lo que les da sentido. Porque si falta este sentido entonces uno puede comprender a las personas que dicen que son las fiestas más tristes, porque les falta un hijo o porque les ha sucedido cualquier otra desgracia. ¿Cómo abrir entonces una botella de champán? ¿Cómo cantar y celebrar entonces la alegría? ¡Claro que sí! No a lo mejor con la superficialidad de muchas cenas o villancicos tal como los celebramos o vivimos en ocasiones, pero sí con la conciencia de que gracias al nacimiento de Cristo el llanto por un hijo muerto no es la última voz que resuena en la creación. Por todas partes resuena otra voz mucho más poderosa que abraza hasta al pecador más terrible, un voz cuyo amor lo único que hace al ver nuestra miseria es llorar por nosotros.
Jesús le dijo a las mujeres: “No lloréis por mí” (Lc 23, 27-31), porque estaba desempeñando su oficio, ¡el oficio de amar! “Llorad más bien por vuestras y por vuestros hijos”. Este es el primer consejo: pararse un momento para ser conscientes de ese amor. El segundo es este: pensad en diez regalos que no se compren, de los que no cuestan, regalos que valen mucho más que los que se pueden comprar. Dádselos a vuestra mujer o a vuestro marido, decidle algo a la persona que no soportáis en la cena, responded con amor a una ofensa y no entréis en su juego, escuchad unos minutos a la persona que no aguantáis sin protestar interiormente, haced algo que sea bello, que os construya. En el pasaje de un evangelio apócrifo se dice que Jesús caminaba con sus discípulos cuando se toparon con el cadáver de un perro descomponiéndose. Los discípulos le dijeron: “Jesús, qué mal huele”, pero Jesús les hizo notar que sus dientes eran muy blancos. No hay, pues, ser humano por el que no podamos hacer esto. Ese es el regalo que tenemos que aprender para extender así el testigo del amor, el tejido de la Iglesia. No os olvidéis de intentarlo. Si no podéis diez haced cinco, y si no dos. Pero no dejéis pasar la Navidad sin hacer un regalo de los que no se pueden comprar o pagar. Porque no tienen precio.
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