06 septiembre 2004

Al otro lado de la eutanasia


Tras el debate de la eutanasia se ocultan historias que nada tienen que ver. Las hay aplicadas por organizaciones como «Dignitas», pero también otras ejecutadas por personas que pueden ocultar intereses y una personalidad sádica. Una clínica de Baviera ocultaba diez cadáveres; un psiquiatra suizo, Baumann, está procesado por «sadismo encubierto»... En fin, la trastienda de la vida con olor a muerte

BERLÍN. En Baviera siguen extrayéndose cadáveres para examinar el alcance de la obra declaradamente caritativa del enfermero en prácticas detenido. Ya van diez, pero podrían ser muchos más, según la policía, debidos a la tal vez excesiva compasión de un joven enfermero. Cada vez salen a la luz más casos, pero los expertos creen que la mayoría nunca son descubiertos. Los autores se ven como una ayuda, una mano blanca salvadora: «Ángeles de la muerte» en los que los investigadores ven, cada vez más, premeditación, alevosía, adicción, sadismo, crimen...

Una docena de casos similares se ha descubierto entre la clase médica alemana en las últimas décadas. Según los expedientes judiciales, más que liberar a nadie del dolor, los autores buscaban huir ellos mismos de su incómoda y molesta presencia.

Motivaciones encubiertas

El director del Centro alemán de Criminología, en Wiesbaden, Rudolf Egg, teme que «bastantes más pacientes» de los sabidos sufren tal intervención unilateral de un «salvador» y difícilmente podrán ser descubiertos nunca, dice al «Süddeutsche Zeitung». Entre las motivaciones encubiertas, los investigadores federales citan desde la «captación de herencias» o la personal, de corte adictivo, por ver morir o determinar la muerte de alguien. Ello, «sin que medie petición del paciente -que también sería delictivo- o impulso caritativo alguno».

La confusión es grande y, así, el gusto moderno por derivar «lo prohibido» hacia «lo normal», según los sociólogos. En un reciente gallinero televisivo sobre la eutanasia, una madre contaba su atención a un hijo absolutamente impedido mental y físicamente, pero también de la felicidad de la relación lograda con una persona casi vegetativa. Una estudiante del público interpeló a la madre, sugiriendo incluso tendencias egoístas: «Para eso, ¿no sería mejor que le quitaran la vida para que no sufriera?».

La madre enmudeció y la perpleja presentadora tuvo que aclarar que la eutanasia no es poder decidir quitarle a otro la vida, que eso es homicidio, sino la posibilidad de permitir al individuo la opción de recurrir a ella en su caso. Y la estudiante aún: «¿Pero para qué sirve tenerlo así...?».

La aterradora confusión revela un resbalón por la pista de un desconocimiento bruñido de tolerancia. Puestos a disponer de la muerte, bien podría ser la de uno mismo o la de otro, tal vez más si éste estuviese enfermo, fuese inútil o incluso pensase distinto. Naturalmente en Alemania esto no son futuribles agoreros: es algo que sucedía hace sólo 60 años, en medio de un auge cientifista que logró relativizar como minucias conceptos seculares sobre el patrimonio de la vida. Así, la presión social llegó a forzar a deshacerse, por patriotismo y ahorro al Estado, de hijos con taras, parientes impedidos o elementos sociales indeseados.

Todo ello con el entusiasmo científico de médicos y enfermeros, como ha revelado Ernst Klee en «Los médicos de Hitler» y «Eutanasia en el estado Nacional Socialista, la eliminación de las vidas sin valor». Así es interesante que los Verdes y la izquierda alternativa sean en Alemania los principales opositores a la eutanasia (23,8% frente a un 42,2% de los liberales).

Algo no gusta al comisario Melzl de la compasión del doctor Baumann -el padre del «turismo funeral» en Suiza- y no tanto que haga gala de ella, sino que pareciera un proyecto inescrutable y, en fin, que en el vocabulario de un médico figurara tanto la palabra «morir» y tan poco la de «curar». Como en el caso del joven enfermero homicida, aprehendido hace días en Baviera, Melzl ha hecho que la fiscalía procese a Baumann por sadismo encubierto.

Los métodos de Baumann

La calle Feldeggestrasse de Zürich es conocida en Europa por un grupo determinado de gente. Un parquet claro, una librería blanca, una bola hinchable roja para sentarse, un colchón cubierto con una colcha, dos butacas azules, una para el psiquiatra y otra para el cliente. Escena habitual en un psiquiatra, si no fuese porque la estantería está vacía: ni un Jung, ni un Adler, ni las obras de Freud, o un Piaget suizo, ninguno de los científicos comprometidos con mejorar los desarreglos del alma de la persona.

Alguien con dificultades buscaría antes, aquí, ayuda para recobrar el sentido de la vida en mitad del universo. Pero quienes visitan al doctor Baumann no buscan vida alguna sino su muerte: desaparecer cuanto antes mejor de la faz de la tierra. Y es que el psiquiatra más popular de Suiza no ha puesto consulta para arreglar nada ni a nadie sino para despacharlos de este mundo.

Como aquella mujer discreta, cercana a los 60 años, Heidi T., que el 2 de noviembre de 2002 entró en la consulta en silla de ruedas y con el único deseo de salir en ataúd. Baumann no la decepcionó. Su muerte fue lo más indiscreto de su vida entera, pues fue grabada por una televisión local mientras introducía su cabeza en una bolsa y se autoasfixiaba con gas.

Baumann estaba allí para ayudarla: sufría desde hacía tiempo parálisis lateral y una fuerte depresión. «Su muerte fue muy bonita», ha explicado Baumann, entre ingenuo y transgresor, en una entrevista al «NZZ». Él le sujetó la mano. Su muerte se televisó a la hora de cenar dos meses después: «El país entero se revolvió turbado». Baumann disfruta desde entonces de una popularidad nacional e internacional.

Si una mayoría mira hacia otro lado e intenta ignorar a Baumann, una minoría lo encuentra repugnante y aún otra dilecto y caritativo, pero hay quien ha empezado a sospechar que Baumann sería un sádico más que un transgresor; incluso un asesino en serie. Y no media cosa moral sino meramente policial. El fiscal general de Basilea ha abierto procedimiento contra el psiquiatra más conocido de Suiza por «colaboración a suicidio por motivaciones egoístas, en tres casos», incluyendo «muerte con premeditación».

Instrumentación política

En la Fiscalía de Basilea, en la Binningerstrasse, el comisario Melzl había inspeccionado todo el material filmado y empezaba a abrigar dudas: «No entendía que alguien calificara como «muy bonita» una muerte por asfixia». Melzl es comisionado especial en el caso y desde hace años la sombra del doctor Baumann. «Nos parece que el doctor no actúa por compasión como alega, sino como si tuviera un interés. Es claro que utiliza las muertes de otros para aupar y propagar sus propias ideas sobre la asistencia al suicidio».

Un juez deberá determinar si Baumann ha empleado muertes como la de Heidi T. como instrumento para sus objetivos políticos. Michael Marti, del «Neue Zürcher Zeitung», que ha hablado con Baumann asegura que éste «entiende su campaña por legalizar sus métodos como su aportación personal a la sociedad». No está tan claro que la señora Heidi quisiera que su defunción acabara engrosando la aportación personal a la Humanidad.

Los objetivos de éste son tenidos por extremistas incluso por organizaciones de suicidios, como «Exit» o «Dignitas»: Baumann quiere eutanasiar a todo el que quiera, sin estadio terminal incurable alguno. Así también a alguien en un momento bajo o depresivo, como la señora Heidi T., a quien ni el propio Estado consideraría jurídicamente apta y dueña de sus actos.

Baumann había cooperado ya en 2001 al suicidio de una persona neurótica, de 45 años, como lo documentó su videocámara: aquella muerte no fue en modo alguno bonita. Durante minutos se revolvió el hombre en la bolsa de gas hilarante, hasta sacársela. Hubo que probar otra vez. Aquel hombre nunca había recibido asistencia psiquiátrica. La primera que encontró «no le ofreció un tratamiento sino un medio de quitarse de en medio». Ahora Baumann ya no recomienda aquel gas, sino helio.

Como la fiscalía alemana con el último caso bávaro, el comisario especial Melzl empieza a ver algo raro en la compasión, la videocámara y la Asociación para una Muerte Humana de Baumann. Tal vez diría, más un «hobby siniestro» que «avance social alguno». Legalismos penales al margen, al Melzl hombre -dice- le preocupa que en la vida de Baumann no haya espacio para otra idea que «muerte, muerte y muerte, es una obsesión».


Suiza se ha convertido en una meca del turismo funeral. Organizaciones suicidas como «Dignitas», con 3.900 miembros, promueve su mediación también para extranjeros, de forma que la mitad de sus miembros vienen de fuera. «Exit» cuenta con 60.000 miembros y un equipo de raros voluntarios cuya vocación en tiempo libre no parece ser otra que la de echar una mano a otros semejantes a quitarse la vida. Mil trescientas personas se quitan anualmente la vida, pero de ellas sólo un 5 por ciento busca o recibe asistencia para ello. En Alemania, con un lacerante pasado de aplicación de programas de eutanasia y eugenesia por el Gobierno del III Reich, el tema constituye tabú para políticos, asociaciones médicas e iglesias, pero una encuesta del instituto Allensbach revela que, en cambio, la sociedad sería proclive a la elección del paciente en casos terminales.

Así lo expresó un 60 por ciento de germano-occidentales y hasta un 80 por ciento de germano-orientales. La policía tiene contabilizados en las últimas décadas 12 casos de crímenes en serie, encubiertos como compasión hacia el paciente, pero asume que la mayoría nunca saldrá a la luz, pues como dice el informe del antiguo decano de Psicología Jurídica, Herbert Maisch, «un hospital es el lugar más fácil para matar». El psiquiatra e investigador de casos Karl Heinz Beine confirma que «en ningún caso que he investigado las sospechas provinieron del examen forense del cadáver». Entre los casos más destacados además del actual -y aparte el del enfermero inglés Harold Shipman, que mató hace décadas entre 300 y 500 pacientes-, en Alemania han conmocionado los de la médico internista de Hannover Mechthild

Bach, acusada el año pasado de 11 muertes; la enfermera Michaela R. de Wuppertal, en los años 80, condenada por 5 muertes; el enfermero Wolfgang L. de Gütersloh, por 10; o el del también enfermero de Bremen, Olaf D., que en 2001 despachó a cinco ancianitas, esto una vez apalabradas sus herencias.

Lo que la compasión esconde

Para el psiquiatra y autor del primer estudio sistemático sobre «homicidios de pacientes y enfermos», Karl Heinz Biene, la respuesta es clara: «No es compasión ni samaritanismo alguno», sino más frecuentemente «autocompasión». «Buscan en realidad liberarse ellos del insoportable sufrimiento de ver al paciente o al moribundo». El jefe de Psiquiatría del St. Marien Hospital en Hamm, que ha viajado por todo el mundo compilando casos, cree que es «la incapacidad» de algunas personas para soportar la visión del dolor, «más que la misericordia por el que sufre». «El autor quiere acabar con el propio sufrimiento, acabando con el que sufre y con ello también con el fantasma del propio dolor y la propia muerte». ¿Será el caso de Baumann? Según el estudio, la mayoría de los autores son hombres inseguros, con escasa vida privada, y al tiempo son personas muy valoradas; aunque cuando derivan hacia su plan de muerte, su subconsciente buscaría el entumecimiento por el cinismo dejando de hablar de los pacientes por sus nombres y referirse como «el sidoso», «el apopléjico» o disertar gratuitamente sobre los costes que comporta alguien que no acaba de morir. El doctor Biene alerta de que a «enfermos ancianos se les estarían reteniendo medios y recursos», lo que da comienzo a una deriva que lleva a «desposeerlos de su humanidad y dignidad». El pasado año, los catedráticos Friedrich Breyer y Joachim Wiemeyer saltaron a la opinión pública con su propuesta de «a partir de los 75 (años), sólo aspirinas». Durante el nazismo, se hizo famoso entre otros un cartel de propaganda estatal con el dibujo de un enfermo y la proclama: «60.000 marcos cuesta este enfermo congénito durante toda su vida a la sociedad, ¡alemanes, es vuestro dinero!».

MAR ADENTRO

DESPUÉS de leer quinientas o seiscientas entrevistas a Alejandro Amenábar y recensiones críticas de su película (nunca los engranajes de la propaganda se habían mostrado tan engrasados), uno llega a la conclusión de que Mar adentro, antes que una obra de tesis, pretende ser una vindicación de la libertad del hombre para gobernar su destino. Cuando se le pregunta si aboga por la eutanasia, Amenábar esquiva la declaración tajante, para referirse a ese ámbito de autonomía personal en que cada hombre resuelve soberanamente si su vida merece o no la pena ser vivida; de este modo, la solución adoptada por Ramón Sampedro, el protagonista de la película, se presenta como un ejercicio de afirmación vitalista: el hombre es dueño de sus decisiones y, como tal, proclama su derecho a morir, libre de ataduras jurídicas o morales. La muerte se convierte así en un acto íntimo, sobre el que no ejerce imperio sino la propia conciencia; y, en consecuencia, Amenábar propone una película de corte intimista, que no aspira a juzgar las razones que impulsaron a Sampedro a abreviar sus penurias, sino a comprenderlas.

Hasta aquí las declaraciones de Amenábar, que la contemplación de Mar adentro desmiente concienzudamente. Pues si, en efecto, la intención del director hubiese sido celebrar esa capacidad decisoria del hombre para determinar los confines de su propia vida, tan respetable como la solución adoptada por Sampedro resultaría la de quienes, sobreponiéndose a las calamidades que los afligen, desean seguir viviendo. Pero no. Amenábar introduce una secuencia bastante rastrera en la que se mofa de un sacerdote (al parecer inspirado en una persona real, lo cual añade vileza al asunto), paralítico como Sampedro, que afirma su ansia de vivir. Al progresismo rampante y hegemónico, que tanto se regocija con el escarnio de lo religioso (de lo cristiano, convendría precisar), esta secuencia le resultará muy graciosa y estimulante; aunque, en puridad, se trata de una caricatura gruesa, de una abyección difícilmente superable, en la que Amenábar demuestra que su intención no era comprender las razones de cada hombre, sino justificar, a través del engaño y la tergiversación de brocha gorda, las razones de su protagonista y, de paso, burlarse de quienes, en medio de la postración, aún encuentran motivos para seguir respirando. El diálogo que mantienen Sampedro y el sacerdote se presenta como una situación cómica que apela a la risa del espectador a través de recursos tan bajunos como la deformación esperpéntica y el ensañamiento bufo. Por supuesto, este diálogo incluye afirmaciones de una falsedad vomitiva (así, por ejemplo, se sostiene alegremente que la Iglesia defiende la pena de muerte), que sólo un espectador ofuscado por el odio antirreligioso podrá digerir sin repulsa.

Resulta muy difícil enjuiciar una obra tan tendenciosa y manipuladora en términos estrictamente cinematográficos. Me atreveré, no obstante, a traer a colación otro pasaje de la película sobre el que los críticos, tan sospechosamente unánimes (elogiar Mar adentro se ha convertido en «razón de Estado»), pasan de puntillas, temerosos de suscitar las iras de quienes manejan el cotarro. Me refiero a la secuencia de la fantasía volátil del protagonista, que se inicia con uno de esos planos de helicóptero que tanto repudian los críticos cuando se trata de denigrar una película hollywoodense y se remata con un encuentro amoroso en la playa digno de un anuncio de colonias filmado al alimón por Claude Lelouch y Franco Zeffirelli en plena resaca de anisete. Cualquier otra película que hubiese incluido esta secuencia entre sus fotogramas hubiese sido tildada de cursi y almibarada; pero la «razón de Estado» impone un deber de silencio. El silencio de los corderos, que viajan en rebaño y balan el mismo ditirambo.

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