15 agosto 2005

¡Qué buena familia, Señora!










...Una buena política de apoyo, protección y ayuda a la familia es la mejor y más creíble garantía para esperar en una sociedad verdaderamente justa. Sin el matrimonio y la familia, ni hay futuro, ni posibilidad alguna de un desarrollo humanamente sostenible y de un progreso aceptable...

SI Dios hizo al hombre tomándose a sí mismo como modelo, nada ha de extrañar que la persona, al menos como posibilidad, disponga de un inmenso caudal de bondad y, por supuesto, de un inapreciable valor y dignidad.

La Iglesia fue pensada por Jesucristo a imagen de su madre, la Virgen María. Como si el Señor hubiere dicho: «Quiero que la Iglesia se parezca a mi madre, que es santa, humilde, misericordiosa, fiel...» Por algo dijo el concilio Vaticano II que la Virgen María es tipo y figura de la Iglesia. Así que la Iglesia es como la Virgen: santa, llena de bondad y de misericordia y espejo que hace ver el rostro de Dios.

Como era de suponer, en seguida llega el reproche sobre las manchas que hay en este inmenso y blanco mantel de la Iglesia. La suciedad no estaba en la tela, sino en las manos ennegrecidas de nuestros pecados. El arrepentimiento y la penitencia son siempre eficaz remedio limpiador. Pero no pensemos que unas pocas manchas quitan el valor y el mérito de toda la Iglesia, ni mucho menos que la suciedad es defecto de fabricación.

La Iglesia es como la familia de Cristo y de la Virgen María. Padre y Madre nuestros son y, por ello, nada ha de extrañar que la Iglesia sirva a Dios y busque a los pobres; que esté presente en los barrios más olvidados, que acoja a los ancianos, a los desvalidos y a los más abandonados; que se acerque a los enfermos y trate de llevar bálsamos y cuidados a las heridas, antiguas y nuevas, de los hombres. Los números de proyectos y realizaciones de la Iglesia en favor de los más necesitados son increíblemente grandes. Pero mucho más abundante es el amor a Jesucristo y el aprecio a la dignidad de la persona que los motiva y sustenta.

Había que decir y publicar todo lo que hace la Iglesia en favor de quienes necesitan el pan, la casa y las vendas para las heridas y también de los que requieren el alimento, no menos necesario, de la palabra de Dios y de los sacramentos, de la misericordia y del perdón, del consuelo y de ese poco de luz imprescindible para caminar por este mundo con algo de felicidad. Había que decir y publicar. Pero es que, a la Iglesia, toda esa acción caritativa y social le parece tan normal y suya, que no la tiene por noticia sino como obligación. Si alguien lo ve y se pregunta, que glorifique a Dios, a Jesucristo y a María, que son quienes han enseñado a la Iglesia a ser y vivir de esa manera.

Así que, como el Creador lo hizo, el hombre es familia y linaje de Dios. Si Cristo quiso a la Iglesia a semejanza de su madre María, el pueblo cristiano es de la familia y de la casa de Cristo. Y de todo ello, como la figura y el ejemplo más cercano y comprensible, esa comunidad de vida y de amor que componen padres e hijos, matrimonio y familia.

De las nobles, meritorias e imprescindibles tareas sociales y religiosas de la familia, poco hay que dudar y sí mucho que poner de apoyo y de ayuda. Que no son de baja intensidad los acosos y peligros a los que se somete de continuo al matrimonio y a la familia. Y si esa familia lleva el título de cristiana, ya pueden imaginar...

Si al lado de limitaciones y reproches, se ponen valores y bienes que se derivan del matrimonio y la familia, la lista de bondades es de nunca acabar: los hijos, la mejor e insustituible escuela de valores y virtudes, la estabilidad social, la afectividad y el amor vividos y expresados en su mejor sentido, la transmisión y la educación de la fe...

Buen deseo es el de aspirar y poder tener unas estructuras sociales en las que se vivan y aparezcan los mejores rasgos de una humanidad empeñada en que la persona sea lo más querido y valorado. Nada mejor que el matrimonio y la familia para conseguirlo. Pues, como ha dicho Benedicto XVI, estas dos instituciones son patrimonio y bien común de la humanidad, realidades insustituibles y que no admiten alternativas. Además, es que son como la levadura imprescindible para que pueda haber una sociedad verdaderamente humana, basada en un amor abierto a una nueva vida. Y no solo para asegurar la continuidad generacional, sino para que la misma relación humana tenga y goce de una libertad, tan auténtica y generosa, que rompa las barreras de cualquier forma egoísta en el encuentro entre las personas.

Nunca se pueden escatimar recursos y esfuerzos, tanto desde las instituciones públicas como desde los ámbitos de iniciativa social, para valorar, sostener y apoyar a la familia. Pensemos en una organización y remuneración del trabajo que facilite la posibilidad de tener hijos y de cuidar de la familia; la necesidad de una vivienda digna; la protección de la infancia, en sus diversos aspectos; la estabilidad del empleo y las ayudas familiares; una escuela de calidad y la libertad para elegir el tipo de educación que los padres quieren para sus hijos...

Ni se puede prescindir de la familia, ni privarla de los derechos que le corresponden, ni tampoco que sean otras instituciones quienes asuman las funciones y competencias que son exclusivas de ella misma. La Iglesia, el Estado, la sociedad, ayudan, amparan, protegen, facilitan los medios, pero es la familia la que debe asumir el protagonismo de su propia vida y desarrollo. Solamente, y de una manera subsidiaria, otros organismos podrían asumir esas competencias propias de la familia, como son la libertad de elección, la paternidad responsable, la educación de los hijos, la formación ética y religiosa...

Todos son quehaceres ineludibles, pues en ellos es donde se está jugando el futuro de la familia. Nuestra esperanza está unida a la consolidación de unos valores firmes que garanticen la libertad y la fidelidad de la persona y de la comunidad familiar. Unas verdaderas «razones» para la esperanza, pero que van a exigir el saberse desprender de falsas y engañosas seguridades, en las que se ofrece el bienestar a cambio de un pretendido progreso, en el que se olvida la fidelidad del hombre a sí mismo, a los demás, a Dios. La familia tendrá que afrontar el compromiso de prepararse para saber las dificultades que genera una situación nueva y, al mismo tiempo, permanecer en una actitud de sana rebeldía contra toda forma de resignación negativa.

Que una buena dosis de responsabilidad y de exigencia de fidelidad esté en la base de todo, es innegable. También hay que decir que nada más corrosivo para la estabilidad de las estructuras sociales que la trivialización del matrimonio y el desamparo de la familia. Una buena política de apoyo, protección y ayuda a la familia es la mejor y más creíble garantía para esperar en una sociedad verdaderamente justa. Sin el matrimonio y la familia, ni hay futuro, ni posibilidad alguna de un desarrollo humanamente sostenible y de un progreso medianamente aceptable.

¡Qué buena familia teneis, Señora! La de Dios, que es la de vuestro hijo Jesucristo; la de la Iglesia, de la que sois imagen y modelo; la de Nazaret, con Jesús y José, que es siempre el espejo donde se mira y comprende la familia cristiana. Si en la Asunción en cuerpo y alma al cielo se recuerda a María como el modelo más acabado de mujer y de madre, la familia está de enhorabuena y tiene sobrados motivos para la fiesta y para la esperanza.

Carlos Amigo Vallejo Cardenal Arzobispo de Sevilla

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