Todo lo humano es precisamente lo que no puede ser reducido a física y química: la persona
Ignacio Sánchez Cámara
Creo que el más terrible mal que se ha ido abriendo paso a lo largo de los últimos siglos ha consistido en el retroceso de la creencia en la realidad personal del hombre, es decir, lo que podría calificarse como la despersonalización o deshumanización del hombre. Se manifiesta en muchos aspectos. Hay uno muy expresivo: el regocijo que algunos sienten cuando reciben una información que, para su limitado entendimiento, entraña la reducción del hombre a la pura animalidad. Por ejemplo, les regocija especialmente saber la proximidad de la dotación genética humana con la del ratón, la mosca o el cerdo.
En realidad, son unos rebeldes contra la bipedestación a quienes lo que más les agradaría sería andar a cuatro patas. Ignoran que una diferencia aparentemente pequeña puede ser trascendental. Sienten también una intensa aversión a la palabra espíritu, que les evoca presuntas tinieblas medievales. Para ellos, el hombre es un animal entre animales y una cosa entre cosas: pura fisicoquímica. Cuando, por el contrario, todo lo verdaderamente humano es precisamente lo que no puede ser reducido a física y química: la persona.
No son pocos los síntomas de esta prolongada crisis, que no es fruto de la modernidad y de la ilustración, sino productos bastardos de su extravío. Uno de ellos, sin duda de los más graves, es la aceptación social del aborto. Pocas cosas como él entraña la degradación de la persona al estado de cosa, y la consideración del ser humano como medio y no como fin en sí. Si el aborto es lícito moralmente, entonces la vida humana carece de valor y sentido. Otro, sólo aparentemente menor, es la generalización del consumo de drogas. No porque el mal se lo inflija uno a sí mismo deja de ser un grave mal. El hombre abdica de su condición personal cuando canjea su libertad y dignidad por un placer efímero. Luego, cuando la libertad ya se ha desvanecido, puede extinguirse la culpa pero no la responsabilidad ya contraída. No deja de ser expresivo que se hable de dependencias. También cabe incluir en esta nómina deshumanizadora a la destrucción de embriones con cualquier fin, incluido el terapéutico. No es lícito eliminar un embrión humano para curar a otro ser humano. Aceptarlo entraña la deshumanización del embrión y su cosificación. Lo mismo cabe decir de la clonación humana. Como ha reiterado el profesor César Nombela, el progreso científico confirma cada vez más las posibilidades de reprogramación del desarrollo de células humanas que no dependen de la obtención de embriones clónicos, ni de ningún tipo de embrión humano. El desarrollo de la medicina regenerativa no va por el camino de exigir una vía que suponga la creación y destrucción de embriones humanos. El Gobierno, sin embargo, sigue adelante con su proyecto de Ley de Investigación Biomédica, que permite la clonación y la destrucción de embriones con fines terapéuticos. Es decir, se empeña en conducir al derecho por la senda torcida de la deshumanización.
Por un lado, podría imputarse el extravío a la soberbia humana que se obstina en considerar al hombre arbitrario señor del bien y del mal, en lugar de vigía y testigo del mundo objetivo de los valores. En realidad, es una extraña y paradójica mezcla de soberbia y degradación. Soberbia, porque concibe su arbitraria voluntad como norma suprema. Degradación, porque se empeña en mineralizar lo humano, en rebajar al hombre arrebatándole cualquier atributo personal. Pero, en el fondo, la paradoja es sólo aparente: soberbia y degradación van unidas, son las dos caras de la misma moneda deshumanizadora. Tal vez la clave resida en la generalización de graves errores filosóficos, o, para ser más precisos, en el repudio de la filosofía y en la suplantación de ella por otras cosas, sin duda valiosas, pero que no son filosofía. Así, padecemos las consecuencias de errores cuya raíz, causas y naturaleza ignoramos.
Y la educación, en lugar de proporcionarnos las bases filosóficas de lo que realmente somos, se empecinan en consumar el prolongado extravío. Porque el problema no estriba en discutir y precisar las consecuencias morales de la dignidad humana, sino en determinar si el hombre posee la dignidad derivada de su condición personal, o si, por el contrario, carece de ella. Acaso aquí resida la raíz de todas las disensiones que dividen a los hombres de nuestro tiempo. Y malas perspectivas hay de solución mientras se imponga de hecho, que no derecho, la falsa tesis de que todas las opiniones poseen el mismo valor porque, entonces, la falsa moneda filosófica tiende a expulsar a la buena de la normal circulación de las ideas. Si el bien y el mal poseen los mismos derechos, si la verdad y el error tienen el mismo valor, entonces quienes ganan son el mal y el error. Y no hay mal y error comparables a la negación de la condición personal del hombre.
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