23 diciembre 2006

La Navidad de Herodes

Por Juan Manuel de Prada

SÓLO los niños mantienen intacta esa clarividencia que les permite penetrar la verdad de las cosas. El otro día, mientras montábamos un belén muy elemental y modesto con las figurillas del Misterio y los consabidos magos y pastores, mi hija Jimena se enfurruñó: «Pero falta Herodes». Yo traté de excusar su ausencia aduciendo que se trataba de un personaje secundario y prescindible, pero Jimena insistió, un poco emberrinchada: sin Herodes, el belén no estaba completo. Me esforcé entonces por pintar al infanticida con los rasgos más macabros y perversos, para convencer a mi hija de que su presencia era incongruente en aquel remanso de paz y belleza que con nuestro belén tratábamos de evocar; pero, cuanto más cargaba las tintas en la etopeya del tirano, más insistía Jimena en incorporarlo a la escena. Cuando finalmente se fue a la cama todavía le duraba la contrariedad; y, al quedarme a solas, comprendí que, en efecto, tenía razón. No hay Navidad sin Herodes; y los cristianos, que tanto nos quejamos de que se pretenda imponer una Navidad sin Cristo, deberíamos empezar por preguntarnos si no habremos colaborado activamente en esta desnaturalización, al excluir o relegar al papel de mero comparsa a Herodes. Porque nadie celebró con tanto empeño la Navidad como Herodes; y dos mil años después, nadie la sigue celebrando con tan obstinado encarnizamiento. Tal vez si los cristianos aceptáramos que la Navidad no es la celebración almibarada y pánfila en que la hemos convertido estaríamos más preparados para combatir la Navidad de Herodes que, poco a poco, nos quieren imponer.

Chesterton nos recuerda que las campanas que suenan la noche de Navidad tienen el estrépito de cañonazos. Y es que la Navidad es, antes que una celebración de la paz y de la alegría, una batalla crudelísima, implacable, contra las huestes del Mal, encarnadas en aquel sátrapa que trató de asesinar al rival que venía a poner fin a su imperio. Si alguien supo de manera cierta la verdadera naturaleza de aquel Niño que nacía en una cueva, con una certeza aún más irrevocable y nítida que los pastores y los magos de Oriente, fue Herodes; si alguien supo que aquel Niño venía a subvertir el orden establecido fue Herodes. Y, desde luego, reaccionó con ímpetu y prontitud; reaccionó como quien sabe que la batalla que entonces se iniciaba sería una batalla sin cuartel, una batalla que sabía perdida a priori, pero en la cual empeñaría hasta el último hálito. Y esa batalla que se inició hace dos mil años se mantiene hoy, más trabada que nunca, más encarnizada y salvaje que nunca. La suerte de esa batalla ya está echada, allá al final de los tiempos, pero entretanto es misión del cristiano arreciar en el combate. Y no es un combate liviano: los enemigos de la Navidad cuentan con las divisiones Panzer del laicismo, cuentan con el napalm de una demoledora propaganda que arrasa los cerebros, cuentan con armas mortíferas que dejan al rival estremecido y con más ganas de claudicar que de seguir manteniendo la posición.

Jesús nos lo advirtió: «No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada». La Navidad es un desafío intolerable para las fuerzas del Mal, un entrechocar de espadas que viene a reproducir en la tierra el combate que un día se dirimió en el cielo. La paz que anunciaron los ángeles a los hombres de buena voluntad no es una paz bobalicona y dimisionaria; es la paz que infunde fortaleza al guerrero cuando llega la hora de enarbolar la espada, es la paz de quienes están dispuestos a entregarlo todo -inteligencia y brío, hasta el agotamiento de la propia vida- en defensa de un tesoro que los nuevos tiranos quieren ensuciar, pisotear y expoliar. Herodes representa la amenaza a la Iglesia, desde el primer día perseguida y obligada a batallar desgarradoramente hasta el fin de los tiempos.
Por supuesto, incorporaré la figurilla de Herodes al belén de casa, como exigía mi hija. Sólo así estará completo. Feliz y batalladora Navidad para todos.

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