23 febrero 2005

Detrás de las paredes


Algunos han dicho que mi historia es única, porque tuve la rara experiencia de estar detrás de las paredes de una clínica de abortos de Planificación Familiar.

by Rebekah Nancarrow

El padre de mi niño no quería este embarazo. Él vio mi negación inicial de hacerme un aborto como una manera de atraparlo. Yo tenía miedo y sólo veía las dificultades asociadas con ser una madre soltera.

Fue menos de un mes antes de mi graduación de la universidad que tomé la prueba de embarazo para hacerse en casa que me costó $8, la que confirmó mi temor más grande. Con esas dos líneas acusatorias enfrente de mí, el volumen de mis pensamientos era inmensurable.

“¿Quién soy?” Era todo lo que podía pensar. Era educada y tenía la convicción de que el aborto era asesinato, pero aún así esas dos líneas murmuraban: “Escóndelo, escóndelo”.

Convencida de que me arrepentiría de esa decisión por el resto de mi vida, le dije al padre que no podía hacerme un aborto. Él me dejó, por supuesto, pronunciando las últimas palabras en cuanto a que mi hijo sería ilegítimo y que yo había arruinado su vida.

El embarazo fuera del matrimonio lleva su propia carga, pero cuando el padre se va, y confirma que te odia, esa carga se vuelve sofocante.

Cuando hice la llamada inicial a la clínica, pregunté lo usual: ¿Cuánto cuesta? ¿Duele? ¿Cuánto tiempo va a llevar? ¿Cuántos días de trabajo voy a perder?

Las respuestas fueron las siguientes: El procedimiento cuesta $276 dólares incluyendo un sonograma, un sedante (valium) con medicina para el dolor, y tres meses de pastillas para el control de la natalidad. El procedimiento en sí dura diez minutos, aunque debo esperar estar allí por unas cinco horas en total. Sentiré un dolor leve como de calambres en el útero que no debería recordar por el sedante.

Cuando pregunté sobre ese lapso de memoria, ellos me explicaron que la administración intravenosa incluiría una droga que “borra” de 2 a 3 horas de memoria. Pensé que eso era raro, pero no recordar lo que estaba por hacer parecía estar bien. No hice más preguntas.

A medida que ese día funesto se acercó, llamé a Planificación Familiar y cancelé mi cita. Hice eso tres veces más. Finalmente tomé la decisión de continuar.

La noche anterior a mi cita final, visité a mi mejor amiga, aunque ella no tenía ni idea de los eventos del próximo día. Nos sentamos en su patio de atrás con un congelador de vinos, y hablamos de novios y novelas.

Traté de dormir la mañana siguiente para reducir el número de horas conscientes de pensamiento y temor.

Ellos me dijeron que llamara la mañana de mi cita para recibir direcciones y me explicaron que habría un guarda armado en las oficinas médicas para escoltarme a sus oficinas.

El guarda estaba allí como me habían prometido. Él tenía un bloc con una hoja con nombres y horas. Le eché una mirada a la hoja y pensé que seguramente todos esos nombres no eran para abortos.

Pero al entrar a la sala de espera, probó ser verdad. Era como caminar en la cafetería de la escuela secundaria. Noventa y cinco por ciento de las jóvenes sin duda eran adolescentes.

La risa era el sonido sobresaliente cuando observé la sala de estar. La mayoría estaban con amigas, sonriendo, revelando estar contentas por haber perdido un día de clase. Una ausencia excusada por supuesto.

Había unos pocos novios en la sala. Todos eran tan jóvenes, sin vergüenza en sus rostros para nada. Me dirigí hacia el mostrador. La recepcionista fue cortés y me dio un bloc con casi una docena de papeles e información general.

Leí el material lentamente, mirando furtivamente a aquellos alrededor de mí, tratando de entender por qué estábamos haciendo esto.

Y allí estaba yo. Sola. De veintitrés años de edad, sintiendo como que estaba prostituyendo mi cuerpo. Me odiaba a mí misma. Odié el ser mirada seguramente de la misma manera en que yo miraba a aquellos a alrededor de mí.

Mientras pretendía leer mi libro, las lágrimas me quemaron los ojos al tiempo que dije la oración más sincera que jamás haya hecho: “Dios, mueve mis piernas hacia la puerta. No me abandones ahora”. Pasaron cerca de dos horas en esa primera sala de espera, y no había terminado una página de mi libro.

“Rebekah, cumpleaños 4-12”, llamaron. Caminé rápidamente hacia la puerta, esperando que nadie recordara mi rostro. No hice contacto visual con la enfermera. Ella, también, era muy joven. Tal vez 19 ó 20 años. La clínica estaba plagada de jóvenes y de tonterías. Me pregunté si ese trabajo era su práctica antes de graduarse.

Entramos en la sala del sonograma para determinar cuán avanzado estaba mi embarazo. Ella me preguntó si yo estaba nerviosa. “No”, le dije, “sólo triste”. Me miró con compasión. “No te preocupes”, me dijo. “Te sentirás mucho mejor cuando todo esto haya terminado”.

Volteé el rostro. Ella no mostró culpa o remordimiento. Honestamente pensó que me estaba haciendo un favor. Yo estaba triste también por ella. De pronto me sentí triste por cada trabajador en ese lugar.

Era imposible ver la pantalla del sonograma desde donde yo estaba acostada, aunque ni siquiera traté. La enfermera determinó que mi embarazo era de 9 semanas, lo que significaba un “procedimiento de succión” como ella describió.

Esas palabras eran tan estériles; “procedimiento”, “avanzado”, “succión”. Creo que no escuché la palabra aborto ni una vez en todas mis conversaciones con Planificación Familiar. Hubiera sido fácil pasar por alto el hecho de que simplemente estábamos embarcándonos en el fin de una vida.

Me dijeron que me pusiera mi ropa nuevamente. Podía regresar a la primera sala de espera si tenía a alguien esperando por mí, o podía ir a un cuarto separado para aquellas que estaban solas.

El segundo cuarto era pequeño; yo era la única allí. Esperé otras dos horas en ese cuarto. Había una televisión en un rincón, reportando los últimos eventos de la tragedia del 11 de septiembre, pero ni me di cuenta. Había tanta tristeza en ese cuarto.

Había llegado a la clínica a las 10 de la mañana, y ahora eran las dos menos cuarto de la tarde. Recuerdo haber sentido mucho frío todo el tiempo. Había frazadas en la primera sala de espera sobre una silla, como si quisieran que el lugar estuviera frío por alguna razón específica. Casi todas tenían una frazada sobre las piernas.

Decidí quedarme fría. Me mantenía la mente ocupada. La vista fuera de la ventana era bellísima, árboles verdes a punto de cambiar de color para el otoño. Miré hacia otro mundo de tibieza y vida.

El último paso antes del “procedimiento” en sí fue hablar con una consejera. Me dirigió a una habitación muy pequeña con un mostrador y dos sillas. Me preguntó si tenía alguna pregunta.

“Sí”, le dije, determinada a ser cortés. “Quiero ver la foto de un BEBÉ de 9 semanas”. Dije “bebé” muy despacio y claramente. Ella entendió mi alusión. “El FETO”, respondió, “es muy pequeño, y no creo que sería una buena idea que veas una foto”.

Yo continué: “Quiero saber si el corazón está latiendo”.

“Esto sólo lo va a hacer más difícil para ti”, respondió ella.

De pronto todo hizo sentido para mí. Nosotras no estábamos allí para discutir opciones. Estábamos cerrando un negocio. Ella estaba al fin de su discurso de ventas y cerca de perder su cuenta.

“Me gustaría ver una foto, por favor”.

De mala gana, ella sacó una copia vieja y borrosa de un “feto” dibujado a mano, con una pocas estadísticas escritas debajo sobre el peso y el tamaño del bebé a las 9 semanas. Fue todo. No más detalles.

Miré fijamente a las pequeñas manos, pies y cabeza. Respiré profundamente y pregunté: “¿Cuál es el próximo paso?”

Ella procedió a hacerme algunas preguntas. “¿Cuándo fue la última vez que consumiste alcohol?” Recordando el congelador con vino en la casa de mi mejor amiga la noche anterior, confesé: “Anoche”.

Ella cerró mi archivo y dijo con un suspiro: “No podemos hacerlo hoy. Vamos a tener que hacer otra cita”. Me explicó que no podía tomar bebidas alcohólicas antes de las 24 horas del procedimiento porque no sabían el efecto que tendría sobre las medicinas que me darían.

Yo no podía creer lo que estaba pasando. Había estado allí cuatro horas y ahora me querían dar otra cita. Me dijo que la próxima cita disponible sería en seis días.

Con esa declaración supe que nunca regresaría. No podría hacer eso nuevamente. No podría esperar otros seis días con el conocimiento de comenzar todo otra vez.

Ella dijo que les debía $70 dólares por el sonograma de ese día y que podía pagarles por la visita de la próxima semana también. Sólo por curiosidad, le pregunté si los $70 que tenía que pagar entonces serían deducidos de la próxima visita. “No”, respondió directamente.

De pronto, todo hizo sentido. Era por el dinero. Planificación Familiar es un negocio de mucha ganancia, que explota la necedad de la juventud y lo esconde con la frase: “El derecho de una mujer a elegir”.

Tomó mi tarjeta de crédito. Me sentí violada. Firmé el recibo por los $70 dólares y rompí la copia de carbón rápidamente, sintiendo que había apoyado al negocio más vil jamás comenzado.

Caminé a través de la primera sala de espera, no haciendo contacto visual con nadie. El guarda de seguridad me paró fuera de la puerta y me preguntó si regresaría. Suavemente, respondí “no” y me dirigí a mi automóvil.

Me senté debajo de esos árboles verdes que había mirado por la ventana de la sala de espera, y me toqué la barriga. Mi oración había sido respondida después de todo.

Había orado toda mi vida por lo que ahora parecían cosas sin sentido, pero aquel día yo supliqué por la vida de mi hijo, y su vida me fue concedida.

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