Tan solo llevaba viviendo tres meses en España cuando me quedé embarazada. Tenía 24 años, y ni mi esposo ni yo quisimos decírselo a nuestra familia de Marruecos. Pero estábamos convencidos de que era imposible tenerlo: no conocíamos el idioma, no teníamos permiso de residencia, ni trabajo, ni muchísimo menos dinero. Así que, cuando mi embarazo estaba ya en su segundo mes, tomamos la decisión de no seguir con él. ¿Qué más podíamos hacer? ¿Quién nos iba a ayudar?
Nuestros parientes y amigos en España nos aconsejaron acudir a los Servicios Sociales para solicitarlo. Estábamos muy angustiados, pero a pesar de no tener papeles ni recursos económicos, lo conseguimos. Los trámites se alargaron hasta que rocé el cuarto mes de embarazo. Fue entonces cuando los Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid consiguieron tramitar el aborto. Y pagármelo, claro.
En la "clínica" Isadora de Madrid me dieron la hoja de consentimiento informado unos minutos antes de entrar en el quirófano. No me dijeron que la leyera: me pidieron que la firmara directamente. A pesar de ser extranjera, entendí algunas de los peligros para la salud que leí de un vistazo. Me dio igual. Mi decisión estaba tomada ya.
Como la anestesia fue total, me desperté sin recordar nada de la intervención. Pero de lo que estaba segura, sin el menor asomo de duda, es que lo que se había perdido para siempre era un niño. Mi hijo.
A las pocas horas me fui de la clínica. Al menos me dieron un teléfono de urgencias al que llamar. No sufrí ninguna hemorragia, así que no tuve que volver por allí. Pensaba que al salir de la clínica todo habría terminado. Pero no fue así. Empezaba algo mucho peor.
No podía conciliar el sueño. Lo único que hacía era pensar en el niño que ya no estaba dentro de mí. Sabía que había tenido vida en mi interior y que ya no la tenía. Comencé a sufrir insomnio, pesadillas, a llorar incontroladamente, a recordar a mi hijo cada mes que pasaba. Estaba convencida de que no podría aguantar esta tortura. Mi carácter empezó a alterarse y yo no era capaz de controlar mi temperamento. Me daba miedo enloquecer.
Y pocos meses después una noticia cambio todo de nuevo. Me quedé embarazada otra vez, y mi situación era muy parecida: sin trabajo, sin papeles, con lo básico para sobrevivir. La única persona que nos ayudaba era una tía de mi marido. Por lo demás, estábamos solos. Mi esposo quiso llevarme a un Centro de Salud para solicitar otro aborto. Pero esa vez me negué sin dudarlo. No luchaba solo por mi hijo. También lo hacía por mí: sería incapaz de resistir de nuevo un aborto y sus consecuencias. Le dije a mi marido que tendría ese niño incluso por encima de mi matrimonio si fuese necesario. Hasta pensé en el divorcio.
Pero mi esposo, aún así, concertó una cita en los Servicios Sociales. Así que una noche me levanté y estuve caminando durante todo el día. Cuando volví a casa, le dije: “Yo le alimentaré y le vestiré. Incluso le querré si tu no eres capaz de hacerlo”.
Y hoy estoy embarazada de ocho meses. Está claro que la historia acaba bien. Mi marido está ahora contento. Y yo estoy mucho mejor.
Autor: Fátima
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