Yo aborté y todavía a veces tengo miedo a lo desconocido, miedo a no aceptarme como mujer, miedo a los niños y miedo a las embarazadas.
Hace varios domingos escuche un programa de televisión en el que aparecía la Asociación de Víctimas del Aborto. Me llamó la atención que estuviérais allí. No sé por qué. Quizá porque os esperaba hacía mucho tiempo. He escrito mi experiencia del aborto porque siempre quise poner todas mis notas juntas: el principio, el durante y el después. Y es ahora cuando puedo poner un después.
La historia no está completa, puesto que mi vida sigue, pero por si sirve de algo, aquí os la mando. Estoy de acuerdo con muchas cosas que mencionasteis en el programa. No hay información. No se conocen las alternativas. El aborto no es la única opción. Y si no queremos abortar, ¿dónde encontrar el apoyo que necesitamos? Me gustaría poder hacer algo para que otras puedan tener un camino menos amargo y frustrante que el mío. Quiero ofrecerme en la medida que yo pueda.
“Quizá algún día cuente mi historia”, me dije a mí misma hace 4 años. Seguro que, como yo, hay otras mujeres que sintieron la muerte y la vida juntas cuando abortaron. Todas buscamos el significado de nuestra vida desesperadamente. Nadie puede darte el significado de tu vida. Precisamente porque es tu vida, el significado ha de ser también el tuyo. No se puede buscar fuera, está dentro de ti y solamente sólo viviendo se conoce. Cuando sucedió todo aquello yo vivía en Inglaterra y llevaba dos años compartiendo mi vida con Jon.
Cumplimos tres años de convivencia en común y decidí explicarle que deseaba que nuestra relación fuera más comprometida: quería tener hijos con él, crecer juntos, compartir las alegrías y los problemas... ¡Vivir! Él quizá no sintiera esa necesidad, o quizá viera en todo ello demasiada responsabilidad. Yo le amaba con locura, o al menos eso sentía. Después de un año esperando un cambio en su actitud e intentando salvar nuestra relación con terapia de pareja, decidí dejar la casa para darnos espacio y tiempo. Así podríamos pensar en lo que cada uno esperaba de su vida propia y de una vida en común. Me resultó muy difícil dar ese paso, pero creía que era lo mejor para los dos.
Nunca olvidaré aquel día... Tenía 37 años y había dejado a Jon hacía una semana. Llevaba un retraso en la menstruación de una o dos semanas y bajé a la farmacia. Compré una prueba de embarazo que dio positivo. ¡No podía creerlo! Bajé de nuevo a la farmacia y compré otra. Sí, estaba embarazada. Recuerdo que por unos momentos me volví loca, estaba fuera de mí y anduve chillando por la casa. No podía ser, ¿por qué a mí?, ¿qué había para merecer eso? “No puede ser verdad”, pensaba yo. “¿Acaso la vida se ha vuelto contra mí?” .
Desde el momento en que Jon y yo hicimos el amor por última vez hubo varias ocasiones en las que lo pensé. “Espero no haberme quedado embarazada”, me decía. Pero presentía que algo iba a suceder. Muchas veces al acostarme o al pasear por la playa, pensaba en qué haría en el supuesto de quedar embarazada. Después de enterarme lloré y lloré hasta el agotamiento. Intentaba tranquilizarme hablándome a mí misma, pero algo me decía ya que ese niño no iba a poder nacer. El día que podía haber sido el más feliz de mi vida se cubrió de una tristeza que llegó a lo más hondo de mis entrañas y que me acompañó durante mucho tiempo.
Nunca había experimentado una sensación de desamparo, angustia, abandono, desgarro y muerte como la que viví entonces. Llamé a Isabel, mi mejor amiga en España. Necesitaba su ayuda para encontrar una clínica en España donde se practicara el aborto, pero que fuera de “confianza”. Qué cosas pensaba... Hablamos y aceptó ayudarme. Me enteré de que pruebas necesitaba llevar hechas a España y así lo hice. “¿Por qué en España?”, me preguntaba Isabel. “Por lo menos quiero que el entorno me sea familiar, sentirme acogida con el idioma, la cultura”, le explicaba. En España la gente suele ser afectuosa, expresiva, algo que no estaba muy segura de encontrar en Inglaterra. Quería asegurarme al menos eso: un gesto de cercanía.
Después de “arreglar” estos asuntos, que para mi sorpresa los hice con serenidad y entereza, salí de casa a pasear para hacer que las ideas se movieran y no se estancaran en mi cabeza. Había que guardar la calma y descubrir qué era todo aquello que me estaba pasando. Pasear me relaja, me permite ver las cosas con más claridad. Ese día me convertí en un zombi que deambulaba por calles y playas. Anduve todo el día y pasé por sitios donde anteriormente había vivido, sin rumbo. Conmigo, en silencio, sintiéndome, escuchándome, quizá esperando una respuesta. De nuevo algo me decía que esa muerte podía ser un despertar en mi vida.
Era extraño, todo aquello me resultaba muy confuso. Deseaba que alguien pudiera ayudarme a entender qué me estaba pasando. Fue mi primera vecina, de unos 65 años, quien sorprendida al verme por allí me invitó a un té. Es cierto que siempre hay alguien que tiende la mano cuando más lo necesitas. Fue una invitación para satisfacer la tremenda necesidad que sentía de ser consolada. Le relaté la confusión en la que me sentía inmersa, la muerte que sentía dentro de mí. Su acogida fue como la de una madre, sus palabras las de una verdadera amiga. Anteriormente había ya acordado con Jon el vernos esa misma tarde y se acercaba la hora. Me sentía tranquila según regresaba a casa, aunque no sabía cómo iba a reaccionar ante la visita de Jon. Nos saludamos como amigos y él acabó llorando porque estaba confuso. Jon no lloraba nunca, aunque sí lo hizo ocasionalmente durante la terapia de pareja. Le acogí como a un niño y le expliqué que algún día lo entendería, que todo necesita su tiempo. Pero mientras le hablaba mis pensamientos iban por otra parte.
Me preguntaba a mí misma por qué le trataba con ese cariño cuando yo estaba pasando por todo eso, por qué no le conté que estaba embarazada, por qué no le insulté. No lo sé, pero nunca me he arrepentido de cómo actué con Jon aquella tarde. Los días siguientes estuvieron envueltos en un sufrimiento espantoso, un dolor terrible. Yo iba a trabajar como si nada hubiera sucedido y cuando regresaba a casa salía a pasear. En el fondo esperaba respuestas. “¿Qué va a ser de mí?”, me preguntaba. Mi vida estaba a punto de cambiar dramáticamente.
¿Hacia dónde me dirigía? ¿Qué tenía que hacer? Estaba perdida. No me sentía abandonada, pero si me sentía muy perdida. Es una sensación muy extraña que no puedo explicar mejor. Siempre he tenido miedo a lo desconocido, por eso decidí escribir lo que sentía, lo que pensaba, y lo que decidí. Escribir me desahogaba y me liberaba, permitía que los sentimientos e ideas fluyeran y no se estancaran consumiéndome. Además, me daba la oportunidad de ver cómo mis decisiones, mis sentimientos, mis temores y mis deseos iban cambiando.
En el tiempo de espera acordado con los médicos empecé a sentir cómo mi cuerpo se transformaba. Me sentía rara. En parte, me gustaba sentirme mujer: nunca antes lo había sentido y era una sensación maravillosa. Pero a la vez me destroza ba el hecho de que yo misma estaba a punto a destruir todo eso.
Era la segunda vez que era consciente de mi “voz interior”. La primera fue cuando me separé de Jon. Pese al amor tan grande que me unía a el, mi voz me decía: “Por respeto a ti tienes que buscar la vida en ti misma”. Pero esta vez tenía que desprenderme de algo que llevaba dentro de mí. Desprenderme, romper... ¿Por qué me costaba tanto? Por las noches hablaba con la vida que crecía dentro de mí, le hablaba y le pedía perdón por la decisión que había tomado. En varias ocasiones soñé que algún día me dedicaría a ayudar a los demás. No vi de que manera, ni dónde, ni a quién, pero ahí estaba mi entrega.
Cada día que pasaba me reafirmaba en la decisión y estaba tranquila, aunque por dentro completamente deshecha. Todo los sentimientos y emociones que me embargaban me hacían perder la claridad mental que necesitaba. Por la noche llegaba la calma, me escuchaba a mí misma y me notaba diferente. Estaba cambiando mi forma de pensar, mi actitud ante algunas cosas y ante la vida. Dejó de importarme la opinión de los demás con respecto a mi decisión y empecé a valorar el respeto a la decisión personal, respeto a la libertad de elección. En el fondo era el respeto hacia uno mismo. ¡Qué curioso! Eran cosas que nunca había experimentado y que nunca pensé que pudieran ser tan importantes. Me sentí privilegiada al poder elegir, y precisamente eso me daba fuerzas.
Mi viaje a la clínica fue tan tortuoso que llegué a pensar que el destino iba a ser otro. Partí al aeropuerto de Lutton con mucho tiempo de antelación, pero las carreteras se congestionaron de forma excepcional como resultado de dos accidentes y una lluvia torrencial que impedía la visibilidad y dificultaba la circulación. En el coche lloraba de angustia y desesperación: no podía hacer nada para llegar a tiempo. Si perdía el vuelo se cerraba la puerta a mi libertad, o eso pensaba. Nadie puede imaginar lo que sufrí, sentí y padecí durante las tres horas de carretera hasta llegar al aeropuerto: imágenes y palabras de odio hacia Jon, hacia mí misma, hacia la humanidad entera. Sentía una inmensa frustración y Quería salir del coche para pedir ayuda, pero todo era imposible porque la lluvia lo cegaba todo. Después de largo tiempo intenté serenarme. Yo no podía hacer nada, salvo estar alerta para no equivocarme en la salida de la autopista. Es increíble la cantidad de emociones contradictorias que uno puede sentir en segundos. Llegué con sólo 10 minutos antes de que el avión saliera y, lógicamente, no me dejaban facturar ni acceder a la puerta de embarque. No recuerdo lo que pasó. Quizá fuera mi forma de hablar o lo que dije, pero lo cierto es que me dejaron entrar.
Me desplomé en el asiento. Estaba agotada y lloré en silencio durante todo el trayecto. Es curioso: en las notas recogidas durante ese tiempo no tengo nada escrito sobre lo que sucedió en España cuando aborté. Es como un paréntesis en mi vida que está claro y nítidamente grabado dentro de mí. Lo recuerdo como si acabara de suceder. El apoyo de Isabel y Leo que me acogieron en su casa y me acompañaron en la clínica fue de un valor incalculable para mí.
En el centro médico todo me resultaba frío, la sala de espera estaba llena. Se podía apreciar en la gente la tristeza, la frustración y el dolor, pero también la indiferencia, el desamor, el aburrimiento. La diversidad de gestos tan opuestos me impactó tremendamente. Me sentía muy incómoda, tenía ganas de que todo terminara. La conversación con los médicos y el psicólogo fue fría y distante. Creo recordar que entré varias veces a hablar con el psicólogo... ¿o fue Isabel quién lo hizo en mi nombre? No estoy segura. No era capaz de preguntar todo lo que quería saber porque estaba conmocionada.
Las enfermeras, sin embargo, fueron un dulce entre tanta amargura. La calidez de sus gestos, sus entrañables palabras de acogida al entrar y al salir del quirófano fueron señal del calor humano, de la delicadeza que el dolor también posee. Ese mismo día por la tarde estuve con mi madre. Habíamos quedado para abrazarnos y compartir esos momentos tan difíciles. ¿Quién mejor que mi madre podría comprender por lo que estaba pasando? Desde el momento en que le conté por teléfono mi decisión, ella se convirtió en mi amiga. Quizá esto no pueda ser realidad para muchas mujeres, pero en mi caso la fortaleza y el apoyo de mi madre, su experiencia como mujer y como madre de 8 hijos, fueron muy importantes en ese momento y en lo que después me ha sucedido como consecuencia del aborto.
Como he dicho, el fin de semana en España fue un paréntesis en mi vida. Un paréntesis denso, profundo, impactante, inolvidable. El lunes regresaba al trabajo en Inglaterra como si nada hubiera pasado aunque, para mí, mi vida había dado un giro brusco hacia lo desconocido. Sin guía, no tenía referencias, el papel estaba en blanco, todo estaba por escribirse. Me encontraba como flotando en una nebulosa que seguía sin aclarase.
Sentí la necesidad de salir de aquel entorno físico, de cambiar de lugar. Llevaba 4 años en Inglaterra, había dedicado muchos esfuerzos en hacer amigos, en integrarme en la vida inglesa, en sentirme como uno de ellos o, al menos, no sentirme diferente, pero nunca encontré lo que buscaba. He hecho muy buenos amigos con los que sigo viéndome, pero en aquel entonces el entorno no me ayudaba a sentirme a gusto e iniciar mi nuevo camino. Además, de vez en cuando veía a Jon y eso no me ayudaba en absoluto.
Fue un año de mucha lucha interior y exterior. No podía dormir por las noches, perdí el apetito, no me gustaba a mí misma, se me caía el pelo exageradamente, me encontraba perdida, aturdida, miserable. Me repetía a mí misma que no podía abandonarme a la pena y la compasión. Estaba sola y tenía que cuidar de mí y salir adelante. Conscientemente aparqué mi yo interior y mi dolor para poder afrontar todo lo que se avecinaba, para poder actuar con claridad y encontrar el camino de salida.
Busqué un trabajo que me sacara de allí, y deseaba que fuera en España. Fue un año muy fructífero a nivel profesional: hice once entrevistas con las que me sentía cada vez más orgullosa de mí misma. Necesité mucha fuerza de voluntad y decisión, mucha energía y entusiasmo para seguir con mi vida normal: hacer deporte pese al agotamiento físico que tenía, salir con los amigos, ayudar como voluntaria... Cualquier cosa con tal de no caer en la depresión y el abandono. No sabía de dónde venía toda esa energía, pero me sentía ilusionada porque estaba tomando las riendas de mi vida.
A través del aborto supe que algo nuevo iba a llegar a mi vida y en esos momentos se estaba preparando el camino: después de casi un año de búsqueda... ¡conseguí trabajo en España! No sé que me había imaginado que era volver a España. Quizá lo veía como una solución, como el sentido de mi vida. Qué ilusa... Después de 5 años fuera de España todo había cambiado. Incluso los amigos y la familia. Tenía que empezar desde el principio. Pero no sabía cómo hacerlo. Hubo momentos en los que me sentí desorientada, sin rumbo, sin sentido, fracasada, impotente, vacía, sin entender qué es lo que sucedía. No sabía que hacer. Si pedía ayuda, ¿qué tipo de ayuda? Ni yo misma sabía qué era lo que me pasaba. Era toda una contradicción.
A veces me encontraba eufórica, repleta de energía. Buscaba con ansias no sé el qué. Quería cambiar, pero no sabía cómo. Quería conocer cosas nuevas, pero no sabía cuáles. Algo grande burbujeaba dentro pero no podía salir. Tenía una sensación muy extraña que me frustraba, no encontraba salida. Otras veces no me encontraba agusto conmigo misma, no me gustaba, no tenía ganas de hacer cosas. Mis fuerzas flaqueaban pese a que tenía a la familia cerca.
¿Dónde estaban el coraje y la energía que me ayudaron a salir de Inglaterra? Siempre tenía ganas de llorar. Lloraba mucho y seguía escribiendo. En mí había una mezcla de sentimientos de tristeza, frustración, impotencia, rabia, desamor... Al poco tiempo me di cuenta que esa contradicción la llevaba dentro desde hacía mucho tiempo. Mucho antes de todo lo que pasó en Inglaterra. Incluso puede que se remontara a mi juventud. Mi trabajo me ocupaba la mayor parte del tiempo.
Durante los fines de semana me formé como terapeuta de Shiatsu (masaje terapéutico). Fue con el Shiatsu con el que sentí la necesidad de trabajar en mí todo aquel dolor que aparqué en Inglaterra, la muerte y la vida en la experiencia del aborto, el cambio brusco que dio mi vida, el temor a la incertidumbre, mis miedos y complejos, mi falta de autoestima. Habían pasado los años y aquello no se había curado, estaba esperando el momento para salir. Tenía que pedir ayuda. Era la segunda vez en mi vida que pedía ayuda. No sabía cómo, ni dónde, ni a quién porque no nos enseñan a pedir ayuda, tenemos que ser autosuficientes. Pero de nuevo me tendieron mano sin esperarlo y así es como me enrolé en el camino del descubrimiento y crecimiento personal.
En este camino de descubrimiento descubría que mi vida era, en el fondo, buscar la aprobación de los demás. Mi propio sentir, mi yo, había sido dejado a un lado en muchas ocasiones. Mi miedo a lo desconocido, a la incertidumbre y a la inseguridad habían hecho que buscara respuestas en la Religión, en el trabajo, en relaciones con hombres que nunca cuajaron... Buscaba en otros. Mis miedos habían hecho que me agarrara a lo que estaba establecido, se conocía y estaba aceptado socialmente. Así creía que me encontraba segura, pero siempre hubo algo de insatisfacción en mí. Había una búsqueda constante. ¿Pero qué buscaba? Me di cuenta de que esa insatisfacción existía porque siempre he buscado fuera y no dentro de mí. Al abortar rompí con el pasado, de alguna forma me desprendí de él y sin darme cuenta me había lanzado a la incertidumbre que siempre había temido. T
odavía a veces tengo miedo a lo desconocido, miedo a no aceptarme como mujer, miedo a los niños, miedo a las embarazadas, miedo a entablar una relación con un hombre, miedo a vivir mi vida, a no saber cómo hacerlo. El aborto me supuso una liberación de las ataduras con la vida que antes llevaba, pero también fue negarme como mujer. La bondad y sencillez de mis sobrinos y los hijos de mis amigos han hecho que me entregara a ellos sin remordimiento. Creí que nunca podría volver a jugar con los niños.
Todas las embarazadas que han disfrutado de mis Shiatsus han sido terapia para mí sin ellas saberlo. Tenía pánico a entablar conversación con una embarazada, a que me contaran lo que sentían. Soñaba con embarazos frustrados. Soñaba que la embarazada era yo. Más difícil aún me resultaba establecer una relación con un hombre. He estado con dos hombres desde que regresé a España.
Las dos relaciones comenzaron porque a ellos les gustaba yo y no porque ellos me gustasen a mí. Ese fue el primer error. De nuevo, mi búsqueda de aprobación exterior, la falta de autoestima. Con el primero tuve terror de quedarme embarazada: ese miedo era enfermizo y se hizo obsesivo, pese a todos los medios que ponía para evitarlo. No me sentía a gusto con él, pero necesitaba probarme y saber si era capaz de estar con un hombre. La situación se me hizo insoportable y dentro de toda mi confusión decidí dejarle.
En mi segunda relación también fui yo quien planteó que debíamos dejarnos. ¿Por qué me metí en ella si no me sentía atraía por él? Fui clara con él y conmigo. Estaba en un proceso de cambio y así lo expresé. Estaba dispuesta a arriesgarme en este intento y descubrir mis miedos con los hombres. Él era una bella persona y me hacía sentirme acogida. Me llevé muchas cosas buenas de esa relación: me ha permitido conocerme un poco más y descubrir cosas desconocidas para mí; me he sentido relajada y no he hecho nada que no quisiera; me ha ayudado a superar muchos miedos que hoy pienso son ridículos pero que anteriormente me habían marginado; me ha servido para autoafirmarme...
Me he dado cuenta de que nuestra forma de ver la vida y vivirla es distinta, incompatible. Él podía haber parado todo esto mucho antes, pues no se encontraba muy convencido de la relación. No sé por qué no lo hizo. Agradezco, sin embargo, que se me concediera un poco más de tiempo para yo ser consciente, tiempo para integrar lo que vivía y reaccionar ante una situación que yo tampoco quería. Me ha brindado la oportunidad para darme cuenta una vez más de que el respeto hacia uno mismo es lo más importante. El sentirse a gusto con uno mismo es vivir. Sigo caminando. ¿Hacia dónde voy? No lo sé. Lo descubriré en el camino y mientras camino quiero vivir, deseo disfrutar.
Adopcion Espiritual