04 octubre 2005

Dijeron que ciertas normas eran ñoñas, y hoy vemos algunos frutos.




A vueltas con el civismo

En las últimas semanas, la cuestión del civismo y del incivismo en nuestras calles y plazas se ha puesto especialmente de manifiesto en un encarnizado debate entre gobierno y oposición en la ciudad del Barcelona. Pero no sólo en el ámbito estrictamente político ha estallado la polémica, sino también en los medios de comunicación social, en la esfera educativa y en el ámbito judicial, de tal modo que, poco o mucho, todos los agentes implicados se han sentido llamados a manifestarse en este debate.

El incivismo nos preocupa a todos, a padres y a maestros, a todos los ciudadanos de a pie, nos inquieta el preocupante desinterés por la res publica, el creciente abandono de las formas de cortesía y de urbanidad en el trato, la desoladora imagen de una ciudad que se convierte, día a día, en un gran contenedor de basuras.

Sin desear tomar parte en esta contienda partidista, merece la atención poner de relieve la idea latente de civismo que se invoca en tal debate, pues, desde mi punto de vista, se parte de una visión estereotipada y simple de lo que, en esencia, es el civismo.

La persona cívica es la persona que tiene la virtud de la civilidad, esto es, la capacidad de vivir civilizadamente con los otros, de establecer lazos de cordialidad y de comprensión mutua, de velar por los derechos de los otros y que asume plenamente sus deberes como ciudadano.

La civilidad es una virtud y, en cuanto tal, un hábito perfectivo, una calidad excelente del carácter que no sólo desea individualmente, sino colectivamente. Nos complace vivir con personas que detentan esta virtud, deseamos tenerles por vecinos en la escalera, deseamos tenerles como colegas en el lugar de trabajo. La civilidad es, pues, el arte de saber vivir con los otros, a pesar de que los otros tengan otros criterios, otras costumbres, otros hábitos y sistemas de valores.

Con demasiada frecuencia se reduce la cuestión del civismo a la cuestión de la limpieza y de la seguridad en las calles y se pretende combatir esta lacra con campañas publicitarias de carácter público que son muy costosas económicamente y/o mediante la coerción policial. Y sin embargo, el civismo tiene que ver con el modo de ejercer la ciudadanía, con el respeto que se tiene hacia los espacios públicos, las instituciones y el ámbito natural.

Podríamos vivir en una ciudad limpia y segura, pero no por ello sería cívica, puesto que el civismo depende del modo de relación que establezcamos los ciudadanos, de la calidad de nuestros vínculos.

Lo que se exige, en el fondo, es un civismo minimalista que, ciertamente, en la hora presente ni siquiera está garantizado, pero no llamemos a esto civismo, sino simplemente higiene y seguridad. El civismo es una cuestión ética y depende la jerarquía de valores que tenga apropiada el ciudadano. Como tal, no se genera espontáneamente, ni al azar, sino que depende, genuinamente, de los procesos de formación, de la implicación de todas, de absolutamente todas las instituciones educativas, formales y no formales, y de todos los agentes sociales, pero especialmente de los educadores, padres (en primer lugar) y maestros.

Da pena vivir en ciudades donde el individualismo y la descortesía se imponen, donde los pillos triunfan y donde hay que recordar a los ciudadanos que los asientos de los vehículos públicos son preferentemente para los ciudadanos más vulnerables. Constituye una vergüenza pública, casi un escarnio a la conciencia cívica.

Pero el incivismo no es una fatalidad histórica, ni un destino universal, sino el resulta de una carencia, el fruto de la dejadez en la transmisión de valores como la urbanidad, el amor por lo propio, el sentido de responsabilidad, el esfuerzo, el respeto y la cortesía en el trato. Hubo un tiempo en qué se desautorizaron tales valores, se consideraron obsoletos y ñoños, anacrónicos y superados; hubo un tiempo en que se hacía apología del anticonvencionalismo y todo ello tiene, en el momento presente, sus consecuencias visibles en las calles y las plazas de nuestra ciudad condal.

La historia no está escrita, la forjamos los humanos con sangre, sudor y lágrimas. Cuando uno toca fondo y se percata de su fragilidad, recapacita, se asesora, rectifica y empieza, de nuevo, a luchar. El debate sobre el civismo es, en este sentido, alentador. Espero que no sea una pura estrategia de la oposición para erosionar al gobierno, sino una preocupación de fondo que cobre más dimensiones y no se evapore en el torbellino de los acontecimientos.

Francesc Torralba Roselló


Adopcion Espiritual

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